Hace bastante tiempo que Luis no pedalea en su bicicleta hasta la planta donde trabajó durante más de 15 años. “En mayo del año pasado me hice echar porque no aguantaba más”, cuenta tocándose el brazo. Entre mate y mate, una historia de vida se desgrana, y en ella se nos cuela la historia de millones, la historia subterránea del país…
Hace bastante tiempo que Luis no pedalea en su bicicleta hasta la planta donde trabajó durante más de 15 años. “En mayo del año pasado me hice echar porque no aguantaba más”, cuenta tocándose el brazo. “El dolor que tenía en el hombro se hacía cada vez más fuerte, y no quería terminar con los dedos podridos como los compañeros más viejos”. Prefiere que no se sepa su nombre completo, pero se nota que necesita derribar algunos mitos. “La gente cree que ganamos un montón, pero es un trabajo terrible”, explica entre mate y mate. Como una forma de darle crédito a sus palabras, muestra los nudillos y las cicatrices, aunque no sea necesario. “Algunos me podrán decir que soy un boludo por el sueldo que dejé, pero después que el trabajo te acaba, no te alcanza ni para los remedios”.
De la mano de jugosos subsidios del Gobierno, los frigoríficos avícolas han aumentado sus ganancias en la provincia de Entre Ríos de manera escandalosa. Gracias a la complicidad de algunos sindicalistas y autoridades laborales sumisas a las patronales, los ritmos de producción atentan contra la salud de los trabajadores. Los que no tienen la chance de abandonar a tiempo terminan estropeados e inútiles para cualquier esfuerzo físico. “El frío de la madrugada es moco de pavo comparado con la cámara”, recuerda Luis. “Encima, donde yo trabajaba no nos daban la ropa (que corresponde), y el agua fría que chorreaba de los pollos te mojaba el cuerpo y te daban ganas de ir al baño”. Pero a los capataces no se les paga para tener contemplaciones.
La velocidad de la noria vuelve cualquier tarea imposible. “Hacer siempre el mismo movimiento te liquida los tendones”. Aunque las empresas exportan a precio dólar, pagan en pesos y se empeñan en producir cada vez más con la misma cantidad de obreros. “Y si se traba algo, o se amontona todo, te cagan a pedos en vez de frenar un poco”, cuenta entre ejemplos y anécdotas. A su vez, los frigoríficos se encargan de propagar por toda la ciudad que los salarios son altísimos, pero “nosotros sabíamos que nos pagaban con el agua que traen los pollos”. A pesar de que las ganancias son multimillonarias, casi ningún sueldo alcanza la canasta familiar que por estos días supera los 4500 pesos. “Haciendo trabajo de albañilería gano un poco menos, pero lo último que haría es volver ahí. Trabajar en un frigorífico es convertirse en esclavo”, sentencia Luis para que no queden dudas. Y después de una pausa agrega: “ahora, por lo menos manejo mis tiempos”.
Mientras los pensadores de café buscan una nueva excusa para su escepticismo, obreros de todas las industrias siguen sufriendo terribles condiciones laborales. Cada día, contra viento y marea, salen a ganarse el pan con muchísimo esfuerzo, y son ajenos a las discusiones estériles que emboban a las ciencias sociales. Del otro lado, las grandes empresas siguen teniendo bien en claro su norte: “La ganancia y nada más”, tal cual lo definiera el cineasta Raoul Peck. Ojalá la historia de Luis sirva para sacudir algunas sospechosas modorras, ya que “no todo es sueño el de los ojos cerrados”. Hay millones de Luises a la vuelta de la esquina para el que quiere ver.
Autor: Santiago Garcia, para Rio Bravo
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